sábado, 23 agosto, 2025

El verdadero liderazgo: por qué escuchar vale más que hablar

En una aldea pequeña y tranquila, el líder espiritual había fallecido. La comunidad, desconsolada, sabía que necesitaba encontrar un nuevo guía, alguien capaz de inspirar, enseñar y conducir a todos por el camino correcto.

Se organizó entonces un concurso en el que distintos sabios y pensadores fueron invitados a disertar frente a los aldeanos. Con el correr de las semanas, los discursos se fueron sucediendo uno tras otro: algunos brillantes, otros más modestos, pero todos aportaban algo. Poco a poco, los candidatos fueron siendo eliminados, hasta que quedaron dos finalistas.

La gran final sería al día siguiente, ante toda la comunidad reunida.

Esa noche, después de la cena, cada uno de los finalistas se retiró a su habitación. Uno de ellos era conocido por su gran erudición: había estudiado a los clásicos, conocía a los filósofos griegos, a los sabios de la antigüedad y a los grandes pensadores de su propio pueblo.

“Desde qué ventana miramos”

Apenas cerró la puerta, comenzó a practicar su discurso con intensidad, repasando cada frase, cada cita, cada argumento, perfeccionándolo hasta que sonara impecable. El otro finalista también era inteligente y conocía bastante, pero no tenía la misma profundidad de estudio. Sabía que le esperaba una final muy difícil. Mientras intentaba ordenar sus ideas, de pronto escuchó a través de la pared la voz de su contrincante.

El erudito estaba ensayando su discurso en voz alta. Intrigado, el hombre se acercó a la pared y empezó a escuchar atentamente. Era un discurso extraordinario: hablaba de Aristóteles, de Platón, de Sócrates, de Maimónides y de los grandes sabios de distintas épocas. Maravillado y algo desesperado, tomó papel y pluma y comenzó a anotar cada palabra. El erudito repitió su discurso varias veces, y su rival logró transcribirlo de principio a fin, con todos los detalles.

Al amanecer, llegó el momento esperado. La plaza central estaba colmada; hombres, mujeres y niños se acomodaban ansiosos, esperando escuchar la sabiduría de los finalistas. El presentador anunció el comienzo y preguntó quién deseaba hablar primero. El menos erudito dio un paso al frente y pidió comenzar.

Con un gesto seguro, desplegó su hoja y empezó a recitar el discurso. La gente lo escuchaba embelesada: cada frase resonaba profunda, cada cita parecía iluminar el aire. Nadie en la aldea había oído algo semejante. Mientras tanto, el erudito escuchaba en silencio, con el corazón encogido: reconocía cada palabra, pues era su propio discurso. El nerviosismo lo invadió. “¿Qué haré ahora? —se preguntaba—. Me robó mi discurso palabra por palabra”.

Cuando terminó, el público estalló en aplausos. La multitud se puso de pie y el presentador, emocionado, exclamó:

—¡Jamás se ha escuchado en esta aldea un discurso de tal magnitud! Parecía que todo estaba decidido.

Sin embargo, el erudito se levantó con calma, pidió la palabra y dijo:

—Concuerdo con todos ustedes: jamás en mi vida había escuchado un discurso tan impresionante. Estoy seguro de que no volveremos a escuchar algo con tanta sabiduría. Pero quiero compartir con ustedes una reflexión: para ser un verdadero líder, no basta con saber hablar. Lo más importante es saber escuchar. Yo lo escuché una sola vez… y puedo repetir su discurso completo, palabra por palabra. Y entonces, ante el asombro de todos, recitó el discurso entero, de principio a fin, sin una sola equivocación.

No titubeó ni un instante; cada frase, cada cita, cada argumento salió de su boca como si lo hubiera preparado él mismo. El silencio se apoderó de la plaza. Nadie podía creer lo que estaba presenciando.

No se aprende mirando: la diferencia entre entender y transformar

Finalmente, los aldeanos comprendieron que el auténtico liderazgo no consiste solo en la elocuencia ni en la erudición, sino en la capacidad de escuchar profundamente, de absorber lo que el otro dice y hacerlo propio.

Así, fue elegido el nuevo líder espiritual de la aldea: el sabio que demostró que un gran orador puede cautivar, pero solo quien sabe escuchar de verdad puede guiar.

Saber escuchar, una gran virtud

Hoy en día, casi todos aprendemos a hablar: a expresarnos, a defender nuestras ideas, a convencer. Pero muy pocos aprendemos el verdadero arte de escuchar. Escuchar no es solo oír palabras; es abrir los oídos del corazón, detener el ruido interno, y comprender lo que el otro quiere transmitir, incluso más allá de lo que dice.

En nuestra sociedad, saturada de redes, debates y discursos, muchas veces gana quien habla más fuerte o más rápido. Sin embargo, el verdadero liderazgo —ya sea en la familia, la comunidad o una empresa— no reside en la elocuencia, sino en la capacidad de escuchar con profundidad.

El que escucha aprende. El que escucha conecta. El que escucha construye confianza. Cuando Dios le dio a Moshé la misión de liberar a su pueblo de Egipto, él respondió:

—No soy el indicado… no sé hablar bien.

Pero Dios insistió. Moshé, como tantos de nosotros, pensaba que liderar significaba hablar, convencer, brillar con palabras.

Creía que el liderazgo dependía del carisma y de la fuerza de la voz. Pero estaba equivocado. El liderazgo verdadero nace de la escucha. Escuchar no solo lo que se dice, sino también lo que no se dice, lo que se calla, lo que se transmite en un suspiro, en un llanto, en un silencio.

Esta habilidad no es exclusiva de grandes líderes ni de quienes dirigen negocios. En nuestras casas, con nuestros hijos, parejas y amigos, debemos aprender a escuchar: los llantos que no son iguales, las palabras que se dicen entre dientes, y el mensaje escondido en los silencios.

En un mundo fragmentado, escuchar es un puente. Escuchar es derribar murallas, tender lazos, acercar corazones. Muchas veces, incluso mientras hablamos, nuestra charla interna silencia al otro. Saber escuchar es aprender primero a callar, a detener el ruido propio y abrir espacio para la voz del otro.

Porque hablar es expresión del ego… y escuchar es expresión del alma.

Que tengan todos una muy buena semana.

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