John Maynard Keynes y Friedrich Hayek, dos economistas que lideraron uno de los debates intelectuales más importantes de la ciencia económica durante el siglo XX (básicamente entre lo que se llamó keynesianos versus austríacos), compartían una mirada en común: los bancos eran tremendamente poderosos y pocos fiables, nada garantizaba que operaran con maestría y precisión. Los bancos no se veían a sí mismos como los supervisores reguladores de la economía y solo aspiraban a obtener beneficios o, a lo sumo, evitar pérdidas en sus inversiones.
La Gran Depresión ya se intensificaba en todo el mundo. Entre agosto de 1929 y agosto de 1930, la producción total en Estados Unidos se desplomó un 27% y los precios mayoristas cayeron 13% (deflación). En Gran Bretaña la desocupación llegó a 20% y decenas de bancos quebraron. “Pero los riesgos que afrontaban Estados Unidos y Gran Bretaña eran moderados en comparación con el desastre que se fraguaba en Alemania donde el Partido Nazi de Adolf Hitler conmocionó al mundo al obtener 6,4 millones de votos”, escribió Zachary Carter en su libro El precio de la paz, que trata sobre la vida personal, económica y política de Keynes.
El economista británico ya había avanzado sobre la idea de que el ahorro excesivo podía causar problemas económicos. Básicamente sostenía que, en condiciones ideales, los ahorros de los individuos igualaban las inversiones del mundo empresarial , pero la situación económica podía empeorar porque no había ningún proceso que convirtiera automáticamente el ahorro en inversión.
“Debería ser evidente que la mera abstinencia del disfrute del consumo que sería el espíritu ahorrador, no basta por sí sola para construir ciudades […] es la empresa que construye y mejora las posesiones del mundo […] si la empresa marcha, se acumula riqueza independientemente de lo que pueda sucederle al espíritu ahorrador”.
Keynes no creía más que el espíritu ahorrador y las virtudes de la época victoriana de gastar poco podían crear reservas de capital que podían invertirse en grandes proyectos. De hecho, o más bien, decía que un excesivo ahorro podía quitarle toda diversión a la vida como escribió en Tratado sobre la moneda. “¿Acaso el espíritu ahorrador construyó las siete maravillas del mundo?”.
Hayek y los austríacos pensaban que se podía volver al patrón victoriano de crecimiento que había llevado al mundo a vivir la mayor expansión de producción y mejora en la vida humana. La Gran Depresión sería corregida por una mano invisible que acomodaría la inversión excesiva o insuficiente. Hayek criticó a Keynes por sus ideas diciendo que estaban al servicio del régimen político, y que no solamente estaba en contra del recurso de las obras públicas como remedio para revertir la depresión sino también en contra de cualquier intento de combatir la crisis mediante la expansión del crédito porque cualquier intento de emitir dinero terminaría siendo inflacionario (algo de lo que estaría en contra incluso Milton Friedman, y que luego estudiaría y aplicaría casi un siglo después Ben Bernanke en Estados Unidos en 2008, de que cualquier inacción en una depresión no solo no evitaba la crisis sino la propagaba).
Keynes, que ya había mudado a su rol a hombre y economista de acción de manera definitiva, pensaba que alguien tenía que gobernar la nave y la teoría económica no podía desentenderse (¿desligarse?) de conducir el transatlántico. La elección más obvia para el papel de capitán era el presidente de un banco central que coordinara las tasas de interés y así encontrar el equilibrio entre el deseo de las personas de ahorrar con las necesidades de la empresa en vez de que esto fuera establecido por la competencia del mercado.
Lo que Keynes estaba diciendo, en el fondo, era que en un caso de depresión y deflación el banco central aplicara en forma deliberada una política de inflación para salir de la urgencia en que las principales economías del mundo se encontraban. El objetivo no era la estabilidad de precios sino mantener cifras de inversión y desempleo sostenidas. En este caso, por ejemplo, los bancos centrales iban a poder generar un aumento de los precios para aliviar los costos de la elevada desocupación. Keynes creía que el problema del desempleo era una cuestión de oferta y demanda como los austríacos. Simplemente rechazaba la opinión de que los mercados iban a poder resolver el problema por sí solos o quitándoles poder a los sindicatos para que los salarios fueran más flexibles. Con los sueldos reducidos, los empresarios podían ahora contratar más personal.
Hayek escribió un artículo crítico contra Keynes en la revista Economica y el británico le respondió más tarde diciendo que el artículo del austríaco había sido “uno de los más espantosos embrollos que había leído nunca”. Pero esta polémica tardaría casi 50 años todavía en salir a la luz y al día de hoy influye en las ideas de los presidentes y economistas.