“El Pelado de Tilcara”: habla la exalumna del Nacional Buenos Aires que denunció por abuso a un coordinadorSociedad 

“El Pelado de Tilcara”: habla la exalumna del Nacional Buenos Aires que denunció por abuso a un coordinador

Era de noche en el refugio jujeño. Bajo el cielo tachonado de miles de estrellas, el Pelado de Tilcara, como todos lo conocían, encendió una fogata, y un centenar de chicos y chicas de entre 16 y 17 años, del Nacional Buenos Aires, se sentaron alrededor. Era una de las jornadas del viaje de estudios que hacían todas las divisiones de cuarto año y que más expectativas creaban: el ascenso durante muchas horas, hasta llegar a El Alfarcito, un lugar tan apartado de las rutas turísticas que ni los lugareños lo conocían.

El Pelado empezó a desgranar historias de terror. Era fascinante, histriónico. Nombraba al diablo, mencionaba ánimas que se aparecían en cementerios cercanos de los pueblos originarios. Todos lo escuchaban hipnotizados por el fuego y por su voz. De repente, con el pretexto de que las llamas le daban calor se quitó el poncho que lo cubría y lo extendió sobre él y Emilia Viacava , una chica menuda, tímida, de ojos claros y pelo enrulado que estaba sentada a su lado.

De repente, ella empezó a sentir sobre sus piernas y sus genitales las manos de él, con distintos grados de presión. Él, que se había convertido en una tradición en las excursiones de los colegios universitarios, no dejaba de hablarle al grupo mientras lo hacía. “Lo hizo durante una hora, con distintos movimientos y presiones. Yo no sabía qué hacer, si pararme, si gritar, si salir corriendo. Estaban todos mis compañeros: si se daban cuenta me moría de vergüenza. Era difícil salir de ahí, me sentía totalmente expuesta”, recuerda.

Volvía a mi casa triste, sucia, ensombrecida. Pensaba que era mi culpa.

Después, el Pelado le pidió que se encerrara en un baño precario y que contara hasta ocho. Pero ella, que no sabía a qué se debía ese juego, salió después de cinco. “No entendía qué quería hacer, si iba a meterse en el baño conmigo o no”, se extraña. “Después entendí que le encantaban esos juegos”.

Al día siguiente, le hablaba, le enviaba indirectas del tipo: “Ponete protector solar en las piernas porque si no, te lo pongo yo”. Él tenía 43 años, ella 17 y ninguna experiencia sexual, en absoluto.

El juego de la correa

Cuando regresaron a Buenos Aires, Emilia comenzó a recibir mensajes de él. Le escribía desde el mismo mail institucional de donde organizaba los viajes , “punadejujuy”. Le proponía integrarse a un grupo de estudio, la invitaba al cine. Cuando aceptó ir a ver una película con él, la llevó a un departamento de la calle Rodríguez Peña. Según le dijo, era de su hermana. Allí iban a ver un video que había alquilado, y a comer helado que le encargó que comprara. El video resultó ser una película porno.

Cuando él empezó a tocarla, ella le dijo que no había ido para eso. “Le dije que era virgen, que no podía, como si ser virgen estuviera mal. El me contestó que era obvio, y que le gustaba eso”, señala. Esa noche, el Pelado empezó con el “juego de la correa”. Ataba y asfixiaba a Emilia con un cinturón. Le explicaba que “había que sufrir para después sentir más placer”. “Ese sufrimiento implicaba ahorcarme, morderme muy fuerte, meterme los dedos. Yo todo el tiempo decía que no”, detalla.

En el departamento de su hermana, el Pelado le rompió el vestido. “Era de jean negro. Yo no sé si ese día me habrá grabado. Porque todo el tiempo me quería sacar fotos, y yo le decía que no. El tenía equipos profesionales de fotografía”, continúa.

Llegado este punto del relato, Emilia se detiene, como tanteando si su relato incomoda o inhibe. Como si tuviera que seguir ocultando lo que le pasó. “No se lo había contado a nadie hasta ese momento. Ni a mis amigos, ni a mis padres”, agrega.

Historias de incesto

Los abusos, que duraron varios meses, tuvieron otro escenario. El Pelado le propuso a Emilia tomar una combi hacia Turdera y fue a buscarla a la parada. “Me agarró de la mano y me dijo que hiciéramos de cuenta que era mi tío. Iniciaba historias de incesto y me proponía que yo las continuara. Pero yo le decía que no era posible, que se trataba de un padre y su hija, por ejemplo. Y él insistía, se ve que le gustaba ese jueguito de los roles”, sostiene.

Ataba y asfixiaba a Emilia con un cinturón. Le explicaba que “había que sufrir para después sentir más placer”.

La casa, que presentó como propia, era extraña. Estaba en una calle de tierra, descuidada, como a medio construir, o abandonada, con basura en el jardín. Había una habitación oscura llena de pornografía, y equipos de fotografía y DVDs, incluso en otros idiomas.

El Pelado le pedía que se quitara la ropa y Emilia se negaba. Entonces, lo hacía él. Cuando la tocaba, ella se abstraía. Se quedaba dura. Él le repetía que tenía que sufrir, le pedía que tomara mucha gaseosa y que contuviera las ganas de ir al baño para que después “el alivio fuera placentero”.

Ella no entendía lo que pasaba. Se sentía obligada a volver cada vez que él la invitaba, para comprobar si podía ponerle freno a la situación, lograr que las cosas sucedieran de manera diferente. “Volvía a mi casa triste, sucia, ensombrecida. Pensaba que era mi culpa por no poder cambiar todo”, reflexiona. “Sentía que tenía que volver a reparar, una cosa así”, cuenta.

“Hizo todo lo que quiso, todo. No hay nada que dejara de hacer. Nunca usó ni siquiera profiláctico“, asegura.

Emilia dejó de ir a los encuentros cuando el Pelado la amenazó. Ella le preguntó si podía contarle lo que estaba pasando a su mejor amigo y él se enfureció.

Emilia llegó al refugio después de mcuhas horas de caminta. Fotos: Facebook

Una sombra encima

Las consecuencias empezaron a sentirse. Lloraba todas las noches. Su padres la mandaron a una psicóloga, y a ella pudo contarle, sin detalles, lo que le estaba pasando. La profesional los convocó y ellos quisieron hacer la denuncia, pero Emilia sentía que se acababa el mundo si sus compañeros se enteraban.

Empezó quinto año, él último del colegio. Se hundió en una profunda depresión, que le duró años. No podía avanzar con sus proyectos. No pudo mantener relaciones sexuales con su primer novio, un compañero de la división. Tuvo secuelas físicas: infecciones urinarias recurrentes, sangrados constantes que todavía tiene.

“Eso tan perverso de lo que no podía hablar se había transformado en mi ser, mi identidad. Yo sentía que tenía una oscuridad encima todo el tiempo. Yo nunca había hecho nada, era ingenua, y al ser eso lo primero que me pasó en mi vida sexual, me marcó”, reflexiona y agrega: “Ninguna de mis amigas había tenido sexo nunca”.

El año pasado, Emilia estuvo a las puertas del suicidio. En la guardia del Hospital Italiano, decidió que tenía que denunciar al Pelado.

Fue al Colegio Nacional y allí la orientaron y contuvieron. En la UFEM (la unidad fiscal especializada en violencia contra las mujeres) declaró durante dos largas jornadas: primero seis horas y después tres. “Los hechos fueron muchos. Me explicaron que tenía que viajar a Jujuy para denunciar lo que había pasado allá y lo hice. Allá también me apoyaron mucho, pero no conocían el refugio El Alfarcito, donde empezó todo”, explica.

Eso tan perverso de lo que no podía hablar se había transformado en mi ser, mi identidad.

El refugio fantasma

Entonces, después de la declaración en Jujuy, totalmente sola, Emilia emprendió el ascenso hacia el refugio fantasma, el que nadie conocía. “Hasta llegué a dudar de que existiera, porque todos lo negaban. En la fiscalía tampoco sabían de su existencia, nunca lo habían escuchado nombrar. En el hotel donde nos habíamos alojado no tenían información”, se extraña.

Llegó hasta la Garganta del Diablo, donde una mujer de la zona le aseguró que no sabía de qué refugio le hablaba, que subiendo había solamente una escuela. Eso la animó, porque a esa escuela el Pelado los había llevado a hacer trabajo solidario. Después de encontrarla, tuvo que cruzar un río. Allí un ciclista la orientó: “No sé de qué refugio hablás, pero para donde vas seguro no hay nada. Probá otro camino” . El muchacho se preocupó por ella y le pidió su teléfono para chequear que hubiera descendido sana y salva.

Finalmente, ante sus ojos, se alzó el refugio. Le dolían los pies, pero la animaba una energía sanadora. Sacó fotos, muchas fotos, que incorporó al expediente judicial de Jujuy como prueba.

La difusión del caso en redes y medios le hizo confirmar que no había sido la única víctima del Pelado. Otras chicas de distintos colegios y promociones se contactaron con ella. “Voy a reunirme con cada una. Yo sé que hablar sana, pero yo además de sanar quiero que esto sirva para que no pase más. Para que no le ponga las manos encima a nadie más. Sé que debe haber víctimas en Jujuy, chicas que no tienen los recursos que tengo yo, que ni siquiera viven en la ciudad”, concluye, imaginándoselas a merced del Pelado en el remoto refugio.

Hace más de dos años que el Pelado no participa más en los viajes del Colegio Carlos Pellegrini. Los directivos empezaron a escuchar rumores de que incitaba al consumo de drogas y que las alusiones sexuales eran constantes. “Nunca, sin embargo, habían escuchado que hubiera abusado de una chica”, informa Emilia, que se ocupó de visitar “el Pell” después de su denuncia. En el Buenos Aires, en octubre del 2018, el mítico Pelado de Tilcara todavía seguía viajando con los alumnos.

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